AYUNO Y CETOSIS CÍCLICA COMO PREVENCIÓN DEL CÁNCER
Actualizado: 7 ene 2022
La frecuente escasez de alimento, condiciones climáticas increíblemente hostiles y constantes esfuerzos, transformaron a los homínidos en un ente biológico versátil, capaz de realizar extenuantes tareas físicas y sacar provecho fisiológico de ello, quedando inscriptas en su genoma dichas ventajas adaptativas. En su evolución, el genus Homo fue desarrollando la versatilidad metabólica necesaria para tolerar la escasez de alimentos, pendulando entre dos estados fisiológicos (el de la saciedad y el de la inanición), inductores de la limpieza interna de las células y de la regeneración de los tejidos, respectivamente, con regímenes bioquímicos internos muy diferentes. Las actividades para procurarse el alimento: pesca, caza, forrajeo y pastoreo -entre muchas otras tareas físicas imprescindibles para la supervivencia- tienen en común, evidentemente, un alto costo energético.
Para todas las especies en estado silvestre, es normal atravesar períodos de inanición que pueden durar muchos días. La transición cíclica del estado de cetosis al de glucosis mantiene la flexibilidad metabólica de sus organismos. Pero, como ha venido alertando nuestro Laboratorio de Ingeniería Biológica y todos los profesionales allí formados en los últimos quince años, la dieta moderna está -en contraposición al régimen paleolítico- ininterrumpidamente repleta de carbohidratos simples, azúcares refinados y aceites poliinsaturados de fácil degradación oxidativa. Ello nos expone a la oxidación, glicosilación, inflamación de padecer condiciones degenerativas que plagan la salud. Agregado a esto, una pobre demanda física para conseguir el sustento, a menudo tan minúscula como mover nuestro dedo índice, multiplica el efecto negativo de la alimentación contemporánea, sumada a decenas de toxinas ambientales que actúan como venenos respiratorios o disruptores mitocondriales.
Diabetes, hipertensión, obesidad, aterosclerosis, infartos y cáncer… son los ya normales resultados de las condiciones derivadas del insalubre modo de vida post-industrial. La posibilidad de combatir enfermedades degenerativas y/o infecciosas con ayunos periódicos seguidos de una nutrición real con alimentos completos que además esté libre de pesticidas, subproductos antibióticos, y otros venenos mitocondriales, es congruente con el diseño evolutivo de nuestra especie. El hecho de que dos combustibles biológicos sean empleados cíclicamente por los organismos superiores: uno fermentable por bacterias y células tumorales (glucosa), y otro directamente inhibitorio de estas (cuerpos cetónicos), crea además una oportunidad terapéutica. Así como un vehículo puede utilizar varios tipos de combustible, también los mamíferos -y todas las especies superiores- cuentan con la ductilidad metabólica para oxidar diversas fuentes energéticas.
Como creo haberte contado, a fines del 2012 organicé una serie de expediciones al Ártico canadiense y otros sitios de interés antropológico cuyos habitantes vivían aún (por razones geográficas o religiosas) en condiciones semi-paleolíticas de existencia. Hasta la intervención de la cultura europea, los pueblos circumpolares, Inuit, Yup’ik y Evenki, que habitaron por milenios el “techo del mundo”, sencillamente desconocían el cáncer (1,2). En nuestras viajes, con el propósito de dilucidar las razones de la ausencia de cáncer en estos pueblos, implementamos mediciones sistemáticas de glucemia, cetonemia, saturación de oxígeno, estatus vitamínico y caudal circulatorio tanto en los habitantes de esas regiones como en nuestro propio equipo de antropología médica, cuyos integrantes replicamos la alimentación y esfuerzos que sostuvieron a esos cazadores/forrajeros por 1.300 generaciones. Esta investigación, aun en curso, culminará pronto con nuestra última expedición al país de las sombras largas, donde a duras penas subsiste hoy una cultura ancestral de 40.000 años, y practica su arte Pierry, hijo de Apilardjuk, el último de los Inuit.
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Oxígeno, cetonas y vitaminas: la solución al enigma Inuit.
Junto a favorables reportes sobre la salud en ciertas regiones y sobre la dieta mediterránea, recientemente se ha hablado de la “Paradoja Francesa”, que resulta de una relativamente baja incidencia de patología coronaria entre los franceses (en comparación con Norteamérica), de los cuales se sabe que comen muchas grasas saturadas. Habiendo estudiado personalmente, in situ, a los pobladores de Córcega, así como de la costa sur de Francia, esta aparente paradoja no nos sorprende nada. La limitación de enfocarse solo en lo que comían estos pescadores y ganaderos es evidente cuando se vive un tiempo a la usanza mediterránea tradicional: las calles de todos los pueblos costeros, así como los pequeños pueblos del interior de Córcega… ¡son literalmente escaleras! Además, la rala vegetación de las montañas costeras obliga a un tipo de ganadería en continuo movimiento, la trashumancia. Es esta peculiaridad mediterránea -vigoroso ejercicio físico diario- lo que termina de explicar la ausencia de enfermedades degenerativas gracias a la preservación de la capacidad respiratoria mitocondrial de estas personas.
No hay, pues, tal misterio. Las conclusiones de nuestra investigación apuntan a que la total falta de cáncer entre los Inuit, los Yup’ik y los Evenki, se debía a la preservación de la función mitocondrial gracias a su peculiar dieta carnicrudívora, y al continuo ejercicio. Incluso tomando en cuenta la relativa ausencia de carcinógenos ambientales (quiero decir, corrigiendo estadísticamente para ese factor) el régimen paleolítico de nutrición carnicrudívora y trabajo físico vigoroso impide las enfermedades degenerativas. Comprendo bien el espanto o desagrado que esto puede crear en las personas veganas, pero esta es la realidad indicada por la evidencia antropológica.
Para resumir, el “paleoenigma” se explica por glucemias bajísimas, ayunos frecuentes, alta presión parcial tisular de oxígeno (ptO2) y abundantes micronutrientes. La cocción fue crucial para ampliar el espectro alimentario de los Homininos en Eurasia, pero la dieta Inuit tradicional, consistía solo en órganos animales y grasa (el tejido muscular es considerado “comida de perros”), y en inviernos muy pobres, pescado, todos lo cual consumían crudo. El sostenido esfuerzo físico de la vida de los cazadores/forrajeros implica no solo glucemias muy bajas (promedio 63 ±4 mg/dL), sino también un formidable caudal circulatorio que sostiene una gran perfusión de oxígeno en los órganos. La abundante oxigenación, combinada con el aporte de coenzimas respiratorias (micronutrientes) provenientes de la carne y grasa crudas, protege la función mitocondrial, evitando el desplazamiento hacia la glucólisis fermentativa en los órganos bajo demanda funcional sostenida.
Por lo que sabemos, en el humano adulto con función hepática indemne, aún la dieta carente por completo de carbohidratos (pero abundante) no genera cetosis. Desde el punto de vista nutricional, debemos diferenciar la dieta glucogénica (normal) de la dieta no-glucogénica (mal denominada cetogénica). El hecho aislado de restringir, o incluso eliminar, los carbohidratos de nuestra dieta no eleva por sí mismo la cetonemia. Encontramos pues dos aspectos: el nutricional y el termodinámico. Para que haya cetosis, tiene que haber autofagia, y para que esto suceda debemos restringir el aporte calórico a la dieta… o incrementar el gasto calórico por encima de la ingesta. Para replicar el estado capaz de impactar positivamente sobre el cáncer se precisan entonces dos factores: 1. Dieta no glucogénica, y 2. Restricción calórica y/o ejercicio físico intenso. ¡El aspecto termodinámico!