CAVERNÍCOLAS EN AUTO, TOMANDO CAFÉ
Las diez últimas décadas han acentuado el extrañamiento biológico entre humanos y mamíferos más que en los 2.000.000 de años desde que emergiera el Homo erectus. Aún considerando la creciente influencia de la tecnología neolítica y la cada vez más compleja cultura humana hacia el final de ese período, hasta antes de la revolución industrial (1760-1840) las influencias climáticas, físicas y bioquímicas que impactaban sobre el Homo sapiens sapiens seguían estando dentro del espectro de experiencia vital de todos los mamíferos. En una palabra, nuestro ambiente era congruente con nuestro diseño genético. Procurarnos el alimento estacionalmente disponible requería intensos y sostenidos esfuerzos físicos. Los ritmos circadianos, lunares y circanuales imponían su influencia sobre el organismo humano por vía neuroendocrina, dictando la contracción y expansión de su actividad. Conseguir pues protección y sustento requirió siempre arduos esfuerzos individuales y grupales, muchas veces infructuosos. En contraste, los humanos modernos no solo casi no requieren trabajo físico para acceder a inmensas cantidades de nutrientes de la peor clase, sino que lo hacen a intervalos fijos, planificados e inalterables.
Mi laboratorio ha realizado investigaciones de terreno entre los Inuit y otros pueblos del Ártico, analizando datos de fuentes directas. Habiendo observado personalmente poblaciones de cazadores-forrajeros, así como de ganaderos que aún subsistían hasta fecha reciente con prácticas pre agrícolas, y tras el sistemático análisis de la evidencia antropológica, tenemos claro que la conexión entre nuestra fisiología –controlada por el genoma ancestral- y nuestro medio ambiente, está totalmente dislocada (1, 2).
Tu genoma y el mío, como el de todos los humanos que hoy existen (incluyendo a Jerry Seinfeld), son el producto de una guerra evolutiva entre bacterias, plantas, invertebrados, reptiles, animales superiores y, finalmente, homínidos, que duró al menos seiscientos millones de años. Reciente evidencia biomolecular, obtenida por secuenciamiento genómico, revela que los humanos y los orangutanes difieren genéticamente en apenas un 1.6% del total de sus unidades de la herencia, lo que permite suponer que también nuestro genoma ha permanecido esencialmente inmutable por los últimos mil siglos (3).
La divergencia filogenética entre homínidos y monos antropomorfos que dio paso a nuestra especie, se produjo hace unos siete millones de años y, según datos odonto-cronológicos, los europeos, africanos o asiáticos actuales son genéticamente más parecidos a sus propios antepasados directos que entre sí (4,5). Lo que esto significa es que nuestra dotación genética ha permanecido por completo inalterada, quizá con minúsculas incorporaciones de material genético viral en segmentos no-codificantes[1], desde que los humanos anatómica y conductualmente modernos comenzaron a extenderse por el planeta hace unos 120.000 años. En definitiva, desde un punto de vista estrictamente genético, los humanos actuales somos aún los mismos de la Edad de Piedra (6-8).
Ser mujer u hombre durante el paleolítico no era para cobardes. Para poner en contexto los rigores de la vida de los cazadores-forrajeros, considera que las hambrunas, el congelamiento, las infecciones y los traumas físicos, reducían la longevidad promedio de nuestros antepasados a apenas 30 brutales años. Tú tienes pleno control de tu temperatura ambiental (calefacción, refrigeración, vacaciones) y nunca vuelves del mercado con las manos vacías. La sobreabundancia y la predictibilidad son constantes.

Fig.2 En las ricas junglas urbanas de hoy, el promedio de expectativa de vida al nacer alcanza los 80 años, más del doble de lo que era en la época preindustrial. Es probablemente por ello que rara vez consideramos que el genoma humano no está diseñado para la cómoda vida moderna. La cantidad, calidad y frecuencia de la dieta occidental, y la falta de rigores físicos, alteran el fenotipo o expresión biológica de nuestro genoma.
Los cazadores-forrajeros, en cambio, tenían en promedio cacerías fallidas el 66% del tiempo, vale decir, volvían a la cueva o al iglú con más hambre que al partir, dos de cada tres veces. Este argumento -el de las excursiones infructuosas- va a ser relevante en próximos capítulos para nuestra discusión sobre la versatilidad metabólica, la hibernación y la autofagia regenerativa. Para cualquier otra especie en condiciones salvajes, cuyo deterioro fenotípico ocurriera durante la fase reproductiva, semejantes estragos fisiológicos acarrearían la extinción en unas pocas decenas de generaciones. Pero sucede que los trastornos metabólicos, el deterioro mitocondrial, las demencias vasculares, la falla renal, e incluso los infartos, el cáncer y otras patologías engendradas por la vida civilizada, no afectan la fertilidad diferencial de los humanos. Las patologías degenerativas, epigenéticamente condicionadas, no han afectado hasta ahora el éxito reproductivo de nuestra especie.
La discordancia entre nuestro genoma y nuestro ambiente no proviene de una mala adaptación genética, como supondría la perspectiva evolutiva clásica. Es, por el contrario, una brutal incongruencia entre nuestro diseño y nuestro régimen de trabajo. Dado que su dañino impacto es acumulativo, la vida civilizada promueve enfermedades degenerativas crónicas cuya manifestación clínica tiende a ocurrir en la fase post-reproductiva de la vida. Esta es otra de las razones por las cuales no se produjeron -en el último milenio, por ejemplo-adaptaciones genéticas que nos protegieran del cáncer por selección natural.