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LA VENGANZA DE LAS PLANTAS

Un serio inconveniente del veganismo –en particular si predominan las verduras crudas- es la existencia de las endotoxinas vegetales, pesticidas naturales segregados por las propias plantas. Aun obteniendo las verduras de productores agrícolas enteramente orgánicos (es decir, sin pesticidas) las personas que comen mayoritariamente plantas se exponen de continuo a sus naturales defensas químicas. Por eones, una guerra silenciosa se ha venido librando entre las plantas y todos sus depredadores, desde los insectos hasta los grandes herbívoros. El Reino vegetal, del que se estima que hay unas 390,000 especies, no solo vive expuesto a las inclemencias del tiempo, sino también a infinidad de asesinos microscópicos. Legiones de bacterias, hongos e insectos pululan en los espacios verdes, al igual que un sinnúmero de animales “veganos” que devoran sin cesar al mundo vegetal. En la Naturaleza, las plantas han estado durante millones de generaciones bajo el constante ataque de estos industriosos devoradores –imagina ejércitos de hormigas y babosas- viéndose forzadas por tanto a sintetizar fitotoxinas específicas con el objeto de repeler a sus depredadores, o cuando menos inhibir su reproducción.


Una de las ilusiones cognitivas remanentes de antiguas concepciones mágicas y animistas de la realidad es que todo lo natural es necesariamente bueno. Un análisis más profundo evidencia que la Naturaleza no es particularmente benigna, y que hay muchísimos más venenos que alimentos en el mundo que nos rodea. La cantidad de toxinas naturales en las plantas usadas por los humanos como comestibles es tan vasta que los especialistas en Química orgánica han estado caracterizándolas por más de 150 años… y aún no terminan. Las siguientes substancias -dependiendo de su concentración, modo de preparación y frecuencia de ingestión- pueden ser carcinógenas o teratogénicas:

En tiempos recientes se han puesto de moda algunos métodos que intentan combatir enfermedades degenerativas, como el cáncer, con alimentos crudos, incluyendo grandes cantidades de brotes de alfalfa, soja, pasto verde, etc., todos los cuales abundan en fitotoxinas, sus indispensables venenos vegetales. Los argumentos detrás de estas prácticas alimentarias son en su mayoría de carácter emocional (es decir, son creencias) con poco o ningún fundamento sólido documentado. Los alimentos crudos son calificados de “vivos”, “conscientes” y así por el estilo. La dieta vegana crudívora, semejante a la de los monos arbóreos frugívoros, promulga volver a la forma primigenia, natural y no adulterada de alimentarse que tenían los homínidos hace 6 millones de años, antes de la conquista del fuego. Los monos veganos deben dedicarse a comer todo el dia para alcanzar los requerimientos esenciales. Solo que nuestro aparato digestivo no es capaz de digerir y transformar esas materias en la calidad y cantidad de nutrientes necesarios. A pesar de que viven con debilidad, frío e insatisfacción constantes (cuando no con hambre voraz) los adherentes a esta dieta insisten en argumentos antropológicos por entero improbables. No es lo mismo ser vegano en New York (trabajando como diseñador, cajero de una tienda o reportero gráfico) que en la tundra helada, arriando ganado durante kilómetros y en continuo esfuerzo físico hasta para ir al baño. Las demandas calóricas del desempeño natural para nuestra especie durante toda su evolución, son de 3 a 4 veces mayores que las del Homo urbanus post industrial. Una sencilla evaluación del gasto energético deja claro que nuestros ancestros –de haber adherido exclusivamente a esta dieta- no habrían podido sobrevivir a dos o tres inviernos, y menos engendrar descendencia.


Si bien es cierto que la dieta emblemática de la civilización actual (fast food) es sumamente tóxica, una nutrición racional –basada en los sólidos conocimientos científicos disponibles- sería la única conducta racional. Incidentalmente, hace tan poco como 120,000 años atrás, seres humanos vivían en promedio 18 años.

Fig.1 Las semillas u otros productos alimentarios enmohecidos no debe jamás comerse ya que contiene poderosos carcinógenos, las aflatoxinas. El peor de todos, sin embargo es el Aspergilus flavus, que contamina desde las harinas hasta el maní salado y otros snacks envasados. En la microfotografía (Fig.2), el asqueroso hongo alergénico Alternaria alternata, frecuente en alimentos enmohecidos incluyendo trigo, tomate y papaya.


Pero tampoco podemos vivir sin ellas!


Durante milenios, a través la Cuarta Glaciación, la Humanidad tomó la mayoría de sus micronutrientes directamente de los tejidos animales, mayormente órganos como hígado, seso, mollejas, grasa, médula ósea, etc., compensando su nutrición en la corta parte veraniega del año, donde algunos alimentos vegetales aportaban una fracción de los nutrientes esenciales necesarios. La transición alimentaria del Paleolítico al Neolítico (el paso de cazadores a agricultores) dio una ventaja significativa al grupo Homo sapiens, si bien trajo frecuentes -y a menudo devastadoras- patologías carenciales por falta de nutrientes esenciales. Esta es la consecuencia biológica de comer básicamente harinas y tubérculos (carentes de vitaminas). Siendo la cocción un formidable recurso para acceder a nutrientes imposibles de ingerir crudos (como garbanzos, frijoles, habas, semillas leguminosas y tubérculos ricos en almidón), el uso del fuego es distintivo de la especie humana, y ha sido simultáneamente bueno para el grupo, pero insalubre para los individuos con acceso reducido a micronutrientes.


Por su parte, el ácido ascórbico, que los agricultores podían obtener únicamente de verduras y frutos, tienen un importante rol como anti-carcinógenos y muestran una correlación inversa con la incidencia de enfermedades degenerativas e infecciosas a lo largo de la historia. La vitamina C ofrece protección anti-carcinogénica en animales tratados con radiación ultravioleta, benzopireno y nitrito. Nuestra especie es una de los pocos animales superiores incapaces de sintetizar su propio ácido ascórbico, que los Inuit y Yupík obtenían directamente de los ñorganos crudos de sus presas. Existe la hipótesis de que el ácido ascórbico ha sido en parte sustituido por el ácido úrico en su función de antioxidante durante la evolución de los primates (hecho que se cree tuvo lugar hace unos 60 millones de años). El ácido úrico es en realidad un potente antioxidante[1], que abunda en la sangre humana en concentraciones de entre 3 y 7 mg/dL, así como en la saliva, donde se piensa que confiere protección (junto con la enzima lactoperoxidasa) frente a varios carcinógenos. Alimentarse de órganos glandulares (mollejas, timo, huevas, hígado, etc.), ricos en purinas, aporta abundante ácido úrico, paliando al menos parcialmnte la carencia de ascórbico. Lamentablemente, el exceso de ácido úrico puede empeorar la gota.


Las semillas oleaginosas, junto con algunos pescados y plantas comestibles contienen el grupo de substancias (tocoferoles y tocotrienoles) colectivamente denominadas “vitamina E”. Los tocoferoles –siendo liposolubles- atrapan radicales libres en la fase oleosa de las células (las membranas están hechas de lípidos), y son por tanto de utilidad en el control de la oxidación. Se ha observado también un efecto protector del daño al ADN causado por la radiación. La vitamina E incrementa notablemente la resistencia al ejercicio intenso prolongado que, se sabe, puede producir grave estrés oxidativo y daño tisular.