Actualizado: 28 nov 2020
El genoma del Homo sapiens, nuestro genoma, se forjó en el curso de la Evolución en medio de enormes presiones selectivas. De acuerdo con la evidencia antropológica, las sub-especies del genus homo sobrevivieron rigores y frecuentes hambrunas por seis millones de años, coronados por la abrupta emergencia del ser humano conductualmente moderno unos 120,000 años atrás. Esta tremenda forja incluyó la última glaciación (100,000-40,000 AC).[1],[2] Hasta la invención de la agricultura, inicio de la Revolución Neolítica, las hordas humanas se sustentaron esencialmente de la caza y el forrajeo, entendiendo por esto último no la bucólica “recolección” de frutas y panales colgantes que sostiene la imaginación popular sino, fundamentalmente, el forrajeo de huevos de aves, partes de animales semicomidos por grandes predadores y los escasos brotes, bayas silvestres, almendras y semillas similares que a duras penas podían encontrarse una vez por año.

La frecuente escasez de alimento, condiciones climáticas increíblemente hostiles y su capacidad de adaptación, transformaron a los homínidos en un ente biológico versátil, capaz de realizar extenuantes exigencias físicas y sacar provecho de ello, quedando inscriptas en sus genes estas ventajas adaptativas. En su evolución, el genus Homo fue desarrollando la flexibilidad metabólica necesaria para tolerar la escasez de alimentos, pendulando entre dos estados fisiológicos (el de la saciedad y el de la inanición), con regímenes bioquímicos internos muy diferentes. Las actividades para procurarse el alimento: pesca, caza, forrajeo y pastoreo de ganado, entre muchas otras tareas físicas imprescindibles para la supervivencia, tienen en común -evidentemente- un alto costo energético. Es común, para todas las especies en estado silvestre, sufrir períodos de inanición que pueden durar muchos días.
Como ha venido alertando nuestro laboratorio en los últimos once años, la dieta moderna está -en contraposición al régimen paleolítico- repleta de carbohidratos simples, azúcares refinados y aceites de fácil degradación oxidativa. Ello nos expone a la posibilidad de padecer condiciones degenerativas que plagan la salud. Agregado a esto, una pobre demanda física para conseguir el sustento, a menudo tan minúscula como mover nuestro dedo índice, multiplica el efecto negativo de la dieta contemporánea.[3] Diabetes mellitus, intolerancia a la glucosa, hipertensión arterial, obesidad, dislipidemias, hiperfibrinogenemia, microalbuminuria, aterosclerosis, cáncer… son solo algunas de las condiciones derivadas de la dieta post-industrial. La posibilidad de combatir enfermedades degenerativas y/o infecciosas con una dieta cetogénica estricta (ketodieta) se basa en el hecho de que dos combustibles biológicos son empleados rutinariamente por los organismos superiores. Uno (glucosa), es favorable al desarrollo del cáncer y las infecciones. El otro (cuerpos cetónicos), es claramente contrario. Así como un vehículo puede utilizar varios tipos de combustible, también el Hombre -y claramente todas las especies superiores- cuenta con el mecanismo para transformar diferentes fuentes energéticas en trabajo.
KETOSIS Y GLUCOSIS, ENTRE LA SACIEDAD Y LA HAMBRUNA.
Conversando en la penumbra de nuestro iglú con Pierry Apilardjuk, cazador Inuit y guía de nuestras tres expediciones en Nunavut (CÁNCER & CIVILIZACIÓN), surgía frecuentemente el tema de la “dieta de los esquimales” en su relación con la ausencia de cáncer en todos los pueblos del Ártico. Cierta noche en particular, luego de dos días de infructuosa cacería de caribúes que serían nuestro sustento, Apilardjuk dijo: You, kabluna, think we had fat all the time. Truth is, usually, starvation was hunting us! [4] De esa sencilla manera, nuestro avezado guía ponía en ridículo la romántica concepción idealizada del cazador saludable, libre y feliz. Si bien es cierto que los rigores e incertidumbres de la vida paleolítica, atravesada por inanición, constantes esfuerzos, terribles traumas físicos, inclemencias climáticas y aislamiento –sobre la base de una dieta no-glucogénica y de frecuentes ayunos involuntarios- tenían el efecto colateral de no producir enfermedades degenerativas, replicar ese beneficio en el hombre de ciudad es bastante improbable.

Por lo que sabemos, en el humano adulto con función hepática indemne, aún la dieta carente por completo de carbohidratos (pero abundante) no genera cetosis. Desde el punto de vista nutricional, debemos diferenciar la dieta glucogénica (normal) de la dieta no glucogénica (mal denominada cetogénica). El hecho aislado de restringir los carbohidratos de nuestra dieta no eleva la cetonemia. Encontramos pues dos aspectos: el nutricional y el termodinámico. Para que haya cetosis, tiene que haber autofagia, y para que esto suceda debemos restringir el aporte calórico a la dieta… o incrementar el gasto calórico por encima de la ingesta. Para replicar el estado capaz de impactar positivamente sobre el cáncer se precisan dos factores: 1. Dieta no glucogénica, y 2. Restricción calórica y/o ejercicio físico intenso. ¡Este es el aspecto termodinámico!

HACIA UNA REHABILITACIÓN METABÓLICA. Un modo rápido, seguro y con profundos beneficios en la salud integral, para restringir calorías y alcanzar la cetosis, consiste en la práctica voluntaria del AYUNO. La manera práctica de cuantificar el estado de cetosis es por medio del ratio cetónico, resultante del cociente entre la cetonemia y la glucemia, el cual debe ser mayor a 0,4.
Una de las investigaciones más seriamente documentadas sobre restricción calórica fue realizada durante el año 1945 en la Universidad de Minnesota. Los 36 voluntarios del estudio, con buena condición psico-física, fueron controlados clínica y bioquímicamente durante el proceso de adelgazamiento, ajustando su dieta individualmente